Lo que voy a contarles les
parecerá increíble (a mi también me pareció absolutamente increíble la primera vez que me lo contaron, eso fue
cuando apenas tenía 8 o 9 años). Pero
con el tiempo y con la experiencia que te va dando la vida, si sabés
encontrarle la vuelta a las cosas, me di cuenta no solo que fue real (esa es una categoría un
tanto extraña, acaso qué es lo real y qué lo imaginado, o qué lo real y qué lo
mágico) sino que fue absolutamente verdad (en el sentido que lo verdadero tiene
efectos sorpresivos, te marca un antes de esa verdad y un después).
Me extiendo en esto que puede
parecerles una digresión, un irme por las ramas porque – ya van a oírlo ustedes
mismos- es importante para comprender la moraleja que está en juego en esta
historia.
En síntesis esta historia me
ha enseñado que las oposiciones entre lo real y lo imaginado, la razón y la
magia, la verdad y la mentira pueden ser falsas, o más aun, pueden ser dos
caras de la misma moneda, una paradoja, donde nada es verdadero o falso, sino
que uno no es sin lo otro y viceversa.
En fin…
Un día, o una noche, da igual
(o una tarde, o una mañana) pero de invierno (eso es muy importante, hacía frío
y acá no da igual si era verano o invierno).
De invierno, lo ratifico para
que no lo olviden, paseaba el viejo Jacob - creo que era polaco de nacimiento
pero vivía acá desde hacia años-.
El viejo Jacob (se lee el
viejo Iacob, acentuando en la a de Iacob) era un anciano muy especial si se
prestaba atención.
Si uno no lo hacía y simplemente
lo veía de forma superficial ( otra falsa oposición superficial – profundo) solo
veía un viejo como cualquier otro: poco pelo, cara blanca, algunas veces uno
que otro pelo de una barba dura mal afeitada, algo desprolijo, o más bien
desalineado pero siempre limpio y perfumado.
Toda su vida se había
dedicado al negocio del cuero. Venta de carteras, uno que otro saco,
cinturones, billeteras, guantes…Tenía un buen pasar, y la historia de su
familia sería motivo de otra historia que no viene al caso.
Tenía un buen pasar, pero no
era rico. Tenía cierta sabiduría, pero no era lo que clásicamente se entiende
por culto. Disfrutaba de algunas cosas pero en su justa medida (si la hay, para
él sí la había).
Y lo que lo acompañó toda su
vida es una especie de hábito, de placer, de práctica que consistía en hacer
una especie de garabatos en cuadernos (iba
ya por la página 43 del cuaderno 384 – numeraba las páginas una a una y cada
cuaderno para que nadie pueda arrancarle una).
Dicen que cuando le
preguntaban que eran esos dibujos, si significaban algo, si tenían un sentido
ya que no eran entendibles a simple vista, él explicaba que era una gran
historia de guerras y luchas entre diferentes tribus y batallones con lujo de
detalles, personajes, protagonistas, con causas y con efectos, con moralejas e
injusticias, con sangre y heridas, con odios y pasiones.
Esa actividad que ocupaba sus
momentos libres desde que tenía apenas 6 años y ya iba por los setenta largos
era ubicada por sus allegados como una excentricidad, una especie de locura.
Pero como todo él era una
persona de “bien”, que siempre inspiró respeto tanto en su familia como en sus
empleados, jamás (salvo su nieto, por el que tenía una debilidad especial y al
que le dejó cual reliquia su colección de cuadernos al morir) nadie se atrevió
ni siquiera a cuestionar, ni a bromear, ni a nada que pudiera causar un mínimo
malestar o enojo en él.
Volviendo a ese momento
invernal, el viejo estaba mirando por la vidriera de su negocio hacia la calle.
Su empleada estaba ocupada en la venta de una cartera a una clienta exigente y
él mientras tanto esperaba que culmine esa venta para efectivizar el cobro,
tarea que no delegaba en nadie, como buen polaco que era.
Y entonces algunos dicen que
fue un padre que le pegaba a un hijo pequeño de modo agresivo, otros dicen que
un hombre grandote intentó robarle a una anciana, y otros (esta es la versión más acabada) que
fue un grupo de muchachotes pegándole a
otro aparentemente en una muestra de xenofobia o cobardía.
Y el viejo Jacob, viejito y
supuestamente indefenso salió de su negocio como un rayo ( no le importó la
venta, como buen polaco que era) en defensa del desposeído y para sorpresa de
todos (para él inclusive) inició no una pelea sino una lucha con una calidad y
esbeltez que solo se ven en las películas de Kun Fu.
Entró como si nada en su
negocio, apenas arrugado su saco, y algo despeinado (no tenía mucho pelo) como
si fuese el Zorro, o Tarzán, sin un rasguño con el sentimiento de justicia, de
“misión” cumplida.
Algunos dicen que no dibujó
más. Otros agregan una frase dicha por él, algo así como: ya no necesito
entrenarme.
Yo creo que siguió,
practicando no solo luchas, sino otras habilidades que quería desarrollar.
Podría tirar una conclusión,
como por ejemplo que la práctica y la teoría no tienen límites precisos. O que
hay distintos modos de “practicar”.
Los dejo, me voy a bail…
perdón a escribir sobre una mujer que era bailarina.